Subí al tren una fresca mañana de sábado. La luna nueva acompañaba aquel nuevo viaje, pues el sol apenas asomaba tímidamente por el horizonte. Comprobé mi billete. Efectivamente, era el tren 1110-69. Todavía hoy no sé qué me impulsó a subir, ya que no sabía siquiera el destino al que me conducía. Pero un impulso es un impulso y a veces hay que hacerle caso. Así que entré, busqué un departamento que no estuviera muy concurrido y me senté. Saludé al entrar a una pareja, algo mayor que yo, que parecía muy agradable. Y así inicié mi viaje.
A medida que se sucedían las estaciones fueron subiendo y bajando viajeros al vagón. Algunos se instalaban en el departamento durante un tramo del recorrido, para bajar después. Me resulta curioso comprobar que la mayoría comentaban que se bajaban del tren para hacer transbordo, ya que se dirigían a otro destino, pero en aquel momento no le di importancia. Otros, sencillamente, cambiaban de departamento, buscando quizás otro más espacioso o menos atestado. Y unos pocos sencillamente se bajaban del tren, pues había llegado su estación de destino. En cierta manera era un motivo de tristeza para mí, pues eso significaba que nuestros caminos ya no volverían a cruzarse, aunque nunca se sabe...
Recuerdo muy bien mi impaciencia al principio del viaje. Tenía ganas de llegar a mi destino, de ver cual era la estación en la que tenía que bajarme. ¡Y eso sin saber exactamente cual era! Pero notaba que cuando llegara esa estación lo notaría, lo sentiría en los huesos. O quizá pasara el revisor a avisarme que ahí era donde debía bajar. Quien sabe, era una especie de intuición, de esas que nos dicen que tenemos a veces. Para calmar mi impaciencia, decidí acudir a tomar algo al vagón restaurante.
El restaurante del tren era francamente grande. Pero pese a su enormidad parecía tener todas las mesas ocupadas. Tras unos instantes de observación descubrí que allí la gente compartía la mesa pese a no conocerse de nada. Claro, la necesidad aprieta y a la fuerza ahorcan. Así que busqué un sitio libre y me acomodé como pude. Pronto trabé conversación con mis compañeros de mesa. Como en todo buen vagón de tren, la gente entraba y salía continuamente, se sentaban, cambiaban de mesa, charlaban con unos y con otros... Y así pude entablar una animada charla en la que los contertulios iban cambiado con rapidez. Unos se quedaban más rato y otros partían en seguida. Allí, en aquella mesa, conocí a la joven que adoraba las películas de Sylvester Stallone y que me pareció un tanto casquivana. Cambiaba de mesa con tal rapidez que apenas daba tiempo de saber quien era realmente. Y a un hombre, apenas un par de años mayor que yo, de espíritu aventurero y que resultó ser piloto de helicóptero. Al final resultó que estaba en el departamento vecino al mío, de lo que nos reímos ambos. Recuerdo también a dos chicas, maestras ambas, que pasaron de forma consecutiva por mi mesa. Rubia la una y morena la otra. Timidez y Atrevimiento, se podrían haber llamado. O quizás Espíritu y Carne. Ambas charlaron un rato conmigo para después bajarse del tren y hacer transbordo hacia otro destino. En algunos momentos, la mesa estaba absolutamente repleta. Recuerdo la reunión simultánea de un trío de informáticos, un geólogo, un ingeniero en telecomunicaciones, un ingeniero telemático enamorado de la historia militar, un profesor de dibujo técnico y un jovencísimo chico, sin arte ni beneficio, por el que sentí al instante un afecto muy especial. En fin, que la gente subía y bajaba del tren, entraba en uno u otro departamento, pero al fin y al cabo, todo el mundo acababa pasando por el vagón-restaurante.
Evidentemente, no me pasé el resto del viaje en aquel bar en movimiento. Pero como el viaje se alargaba y no parecía tocar a su fin, lo visité en varias ocasiones. Me pareció curioso comprobar que cuanto mejor me caía una persona de las que conocía en el vagón-restaurante, más cerca se encontraba su departamento del mío. Con una en concreto, aquella chica de mirada triste y alma insondable, me encontré compartiendo departamento. Pronto subió al tren una niña que se unió a nosotros, y descubrí que la pareja que estaba sentada conmigo al principio había cambiado de departamento sin que apenas me diese yo cuenta.
Pero recuerdo especialmente una de las conversaciones que tuve en el bar. Era una mujer, con una sonrisa que iluminaba su cara y un fondo de dolor en su mirada. Descubrí que estaba muy a gusto con ella, pese a que parecía tremendamente impaciente por llegar a su destino. Y fue entonces cuando me di cuenta. En todo el trayecto, apenas me había molestado en mirar por la ventana. Lo hice por primera vez. Pese a la velocidad a la que se movía el tren, lo que veía era impresionante. Tan obsesionado estaba con llegar a mi destino, al igual que ella, que me estaba perdiendo lo más importante del viaje: disfrutar de él.
En el momento de escribir estas líneas, no sé a dónde me conduce este tren. No sé si el recorrido será aún largo o corto. No sé cuantas paradas haremos, quien subirá o bajará, quien estará en mi departamento, en el de al lado o dos vagones más allá. Pero sí he aprendido una cosa. Mientras dure el viaje, descorreré las cortinas, contemplaré el paisaje cambiante y disfrutaré del viaje como quizás nunca había hecho. Y cuando llegue a mi destino y me apee del tren, me daré la vuelta y miraré el nombre de la locomotora y paladearé el sonido de esas cuatro letras: "Vida". Entonces, con paso firme y decidido, me pondré frente al letrero de la estación de destino a la que todos acabamos llegando y leeré con voz firme "Muerte". Y ¿quién sabe? quizás allí encuentre un nuevo tren, o sencillamente me pierda entre las nieblas de esa región. Pero desde luego, nadie podrá decir que no habré vivido plenamente mi viaje.